2010

2010
Premio de Poesía Casa de las Américas 2010

domingo, 8 de junio de 2014

Ferdinand Climent Sablier

Carmen de Patagones, 18 de agosto de 1932




No veo por cierto qué protección sería capaz de auxiliar
en su desgracia a estos artífices.
No es fácil convencerlos de abandonar un arte que les proporciona
sustento y ganancias…

BERNARDINO RAMAZZINI
Morbis artificum diátriba:
De las enfermedades de los joyeros relojeros, 1703



Si podéis mirar dentro de las semillas
del Tiempo y decir qué grano crecerá y cuál no,
habladme, entonces, a mí, que no solicito
ni temo vuestros favores ni vuestro odio.

WILLIAM SHAKESPEARE
Macbeth



I


Hijo de un relojero hijo
de un relojero hijo
de un relojero
Ferdinand Climent Sablier
dejó Ginebra ya viejo
con su batallón de monóculos
y su escritorio de enebro
y sus doscientos relojes
mudos y muertos.

Partió al exilio Ferdinand
perseguido por el anatema
y la ignominia:
no hay lugar en la pacífica Suiza
para un asesino de relojes.

(Por las callejas de Patagones:

ferdi - nand
ferdi - nand
ferdi – nand

lo siguen las voces de los muertos
que ha destripado en su taller
de la rue Malagnue
al lado de la iglesia rusa).

El infausto pasaje de noble artífice
a asesino serial de relojes
sucede una tarde
de mil novecientos dieciocho
mientras camina alegre
hacia su sesión semanal
en la casa de putas
de Madame Laforge:
una simple piedra en el zapato
fue su Sarajevo personal.

Busca un banco a orillas del Ródano:
el único disponible
está ocupado por un anciano ciego
y un joven que reconoce
como su vecino de la Rue Malagnue.

Hablan uno de esos idiomas ásperos del sur,
así que no le preocupa
pasar por infidente mientras sacude
la botita de gamuza.

Son muy parecidos –se dice Ferdinand–.
Casi se diría que son el mismo: dos puntas
de la vida, un puente sobre el océano del tiempo.

Y este, su primer pensamiento
no regulado por áncoras
ni rueditas de bronce
fue su perdición.

Sin darse cuenta
vuelve sobre sus pasos
entra en su casa
enciende el fuego
descorcha una botella de cognac
que fue de su abuelo
y por primera vez se sienta a meditar
en la materia prima
que ha dado de comer a su familia
por doscientos años o más:

¿Pero el tiempo es un océano?
¿Con sus mareas y sus oleajes?
¿Con su trópico de sargazo podrido?
¿Con su polución fosforescente?
¿Con su profundidad medida en monstruos?

Mentira, mentira –grita Ferdinand
mientras descorcha una botella de ajenjo
de antes de la prohibición:

el tiempo es limpio como una bisectriz
no tiene profundidad ni anchura
ni tres mil dientes para desgarrar la carne
 y ni brilla ni ahoga:
el tiempo sólo sabe pasar.

¿Pero entonces el tiempo es un río?
¿Con su margen y su cauce de barro?
¿Con su pez bigotudo?
¿Con su meandro de borracho?
¿Con su insistencia de cicatriz?

Blasfemia, blasfemia –aúlla Ferdinand
mientras bailotea alrededor de la vitrina
donde esperan turno doscientos relojes–
el tiempo es recto y tierno
como un adolescente visitado por dios
el tiempo no duda
según la inclinación del espacio
ni moja los pies de la hierba inútil de las riberas
ni le importa quién baja dos veces al mismo río:
Heraclite, je t’emmerde –canta Ferdinand
con los compases de la Marsellesa.

ferdi - nand
ferdi - nand
ferdi - nand

dicen doscientos relojes tartamudos.
Con el oído afilado por el ajenjo
Ferdinand Climent Sablier
se detiene a escuchar:

ferdi - nand
ferdi - nand
ferdi - nand

Ah, me llaman –dice Ferdinand–.
Veamos qué tienen para decir
estos hijitos bastardos del tiempo.

Tambaleando
va hasta la vitrina
la saquea al azar
pone sobre la mesa el reloj del alcalde
(que acaba de componer)
le quita la tapa
y por primera vez
las ruedecitas
y resortes
se le aparecen como son:
una colmena de insectos dorados.

¿No es terrible cómo picotean y picotean
algo tan silencioso y transparente
como el paso del tiempo?
–dice entre dientes Ferdinand
y sin aviso descarga terrible golpe
con el culo de la botella de cognac.

Coloca al lado de los restos
el reloj de arena de su bisabuelo
símbolo de familia y profesión.
La arena cae como un río vertical.

Este reloj también miente –masculla Ferdinand–
el tiempo no está hecho de semillas
y menos de arena
¿qué se puede cosechar de la siembra de estos granos?
¿Un desierto?
¿Esto es para ustedes el tiempo?
¿La demolición de una roca
mezclada con bosta de camello?

Vuela el reloj de arena contra la vitrina.
Ferdinand ve la explosión de cristal
en cámara lenta:
Es un regalo del tiempo –se dice–.
El tiempo me está regalando una flor.

ferdi - nand
ferdi - nand
ferdi - nand
–dicen ciento noventa y nueve relojes–.
Ya voy –dice Ferdinand.


El resto salió en los diarios:
un relojero loco,
los bolsillos llenos de engranajes,
lleva en la mano una gran flor
hecha de áncoras y carcazas de reloj.

Hace cerrar el prostíbulo
(mediante el pago de un décimo de su fortuna)
le regala la flor de oro y bronce a la madame
y se acuesta con todas las pupilas a la vez.

Decora pezones con resortes
teje vello pubial con agujas diminutas
dibuja constelaciones de rubíes
sobre la espalda de una egipcia
y tiene, según testigos expertos y confiables,
el mejor orgasmo del cantón francés.


II

Ferdinand Climent Sablier parte al destierro
en el primer barco que encuentra.
En medio de la mar
Ferdinand se consuela
pensando en la Patagonia:
bestia plana y salvaje,
desierto de año luz,
alfanje de cien filos
y zona libre de relojes.

Desde la borda, para su confusión,
lo primero que ve
es la torre doble de Carmen de Patagones,
dos dedos impunes
en la garganta del cielo,
y ese reloj insultando al tiempo,
que es como insultar a dios.

Pero el buen dios no tiene tiempo
para ocuparse de Ferdinand y sus batallas,
y allá anda Ferdinand a la mala
subiendo y bajando
las calles empedradas
y cada adoquín es como un segundo
que dice ferdi - nand
en los puntazos arteros de la artritis,
siempre el ojo mecánico
allá arriba
sin perderle pisada

dele cortajear
dele cortajear

tic
tac
ferdi
nand
y Ferdinand se duele
del tiempo cortado como salchichón
y odia más que nunca esas agujas
chorreantes de grasa.

Ferdinand casi no trabaja:
subsiste de sus ahorros
y de la venta de cuadros
hechos de tripas de reloj.

El día lo lleva siempre lejos de las torres.
Le gusta ver a los enamorados
arrojar monedas y deseos al Río Negro
desde el nuevo puente de hierro.
Las monedas se hunden como relámpagos de bronce.
Los deseos flotan un poco más.

A veces una punta de ovejas cruza el puente:
ferdi - naaaand
y Ferdinand las cuenta
por no sentir las horas, las duras pezuñas.

Pero catorce años de aburrimiento digno
no bastan
para calmar una locura sagrada:
Ferdinand se ha enamorado

(todos los relojes muertos
le han resucitado en el pecho).

Tras el mostrador del correo
la viuda Angélica
tocotoc
sella las cartas que Ferdinand
se envía a sí mismo
con poemas
para ella

la del vestido de noche griega
la de los ojos eternos
la de cabellos como río negro
la de la carne blanca
y la sonrisa azul.[1]

Sufre de mala poesía, Ferdinand
pero más sufre de amor:

Todos los días
toco
toc
allá van las cartas
de nadie
para nadie
la viuda
tocotoc
las torres
ferdi
nand
ferdi
toc
toco
nand
así no hay corazón que aguante.

Es el tiempo o yo –se dice
y decide que el camino más corto
al corazón de la viuda
atraviesa el corazón del tiempo.

Matar el tiempo
para vivir ahora y siempre
a la sombra de tus manos
escribe en una tarjeta blanca
y se va en busca
de la más grande y blasfema
de las magnolias doradas.

Es de noche y trepa Ferdinand
con su asma
y con su artritis
y con su martillo
y su destornillador.

Allá abajo Patagones
moja sus luces
a la orilla de una cicatriz.

Suspira Ferdinand y levanta
el martillo contra la esfera de cristal
suenan
cinco campanas
y diez mil bronces
y todo le da en el alma:

tambalea
pierde pie
flota en un mar de sargazos
piensa extrañamente
en peces bigotudos
y en camellos vadeando el Ródano
y en una reina negra
con suave vestido de luto blanco
y en diez mil putas
pariendo flores
y en diez mil ovejas
rumiando la papilla de los siglos
y en diez mil adoquines disparados contra el cielo
y en el cielo que se acaba
y en el amor que explota
en un quejido
y en la eternidad que,
ahora sabe,
dura exactamente
un
ferdi
nand.



[1]             Roberto Arlt, que la conoció en 1933, escribió acerca de Angélica: «…juro que sólo un ciego puede desear vivir lejos del correo de Patagones, pues en él se encuentra empleada Venus Afrodita, disfrazada de morocha. Cuanto viajero entra al correo de Patagones y mira la tal empleada recibe como una descarga eléctrica y luego, cuando se repone, pide cinco pesos en estampillas de medio centavo y contadas una por una por la susodicha empleada».

                Carlos Espinosa: Crónicas de la historia chica de Viedma y Carmen de Patagones,
                Edición del Autor, Carmen de Patagones, 2005.