Puerto Madryn, Chubut, 25 de mayo de 1956
Les vieux ne meurent pas, ils s’endorment un jour et dorment
trop longtemps
Ils se tiennent par la main, ils ont peur de se perdre et se
perdent pourtant
Et l’autre reste là, le meilleur ou le pire, le doux ou le
sévère
Cela n’importe pas, celui des deux qui reste se retrouve en
enfer.
JACQUES BREL
María Delfina Alvarado, viuda
de Bianchiotta
caminaba pegadita a su sombra
todas las mañanas de otoño en
que había sol.
–En otoño se puede
caminar –explicaba a sus nietas–.
Las viejas como yo
tienen que tener cuidado
con el viento
oeste.
Te tumba.
Y es capaz de
llevarte
de puro jodido que
es.
Noventa y cuatro años
tres meses
y seis días
cumplía María Delfina
ese Veinticinco de Mayo
en que el pueblo seguía queriendo saber
de qué se trata.
María Delfina Alvarado, viuda de Bianchiotta
odiaba su sombra:
–Dejame en paz –le decía–, dejá de andar jodiendo
encolada a mis pies. Quién te conoce.
María Delfina
envidiaba a los pájaros:
–La sombra no los alcanza allá arriba –se explicaba
mientras medía con pasos cortitos
el túnel de pinos piñoneros
taladrado entre la avenida y el mar.
–Jodida sombra. Jodido viento. Vida jodida esta –salmodiaba María Delfina
entre dos cuchillazos de reuma.
El sol del Veinticinco viene asomando
y la sombra de Delfina se alarga
y es una pincelada oscura y oblicua
sobre la vereda rota por años retorcidos
como raíces.
–Jodida vereda –le decía María Delfina a su vecina–.
No es que yo tropiece:
es la sombra que se m’enrieda en las raíces.
Se juntan para desgraciarme.
Son como dos víboras:
sombra y raíz
sombra y raíz.
Se me anudan sobre los empeines.
moñitos negros me atan sobre los pies.
Moños de sarcófago que me pesan y me queman
y que en un
tropiezo de esos
me mandan derechito
al hoyo.
–Al fin y al cabo ahí se
fueron
todos los que
conocí –explicaba María Delfina
al joven taxista que la había
ido a buscar.
–Fijesé: tantos y
tantos que anduvieron
por esas calles de
dios
¿qué son ahora?
unos huesitos,
unos recuerdos acá –María Delfina se
tocaba los pocos cabellos–. Nada más.
–Y algunos de los
que conocí
ahora son
cartelitos en una esquina. Le voy a mostrar.
–y le indicó tres o cuatro
esquinas
bautizadas con los nombres
de modestos próceres de pueblo.
–Con este me acosté.
–Con este también.
–Con este no quise
saber nada.
Pero ahí se apea María Delfina.
Y calla.
Allá a dos cuadras el palco
comienza a crujir
bajo zapatos y botas
confraternales:
están el Intendente, el
Gobernador Militar
el Comisario, la Mujer del
Comisario
el Cura, la Mujer del Cura
y varios otros figurones
patrios.
–Jodidos políticos
–rezongó María Delfina–. Jodidos militares.
Cuándo se dejarán
de joder.
Ajeno a las cosas de los
hombres
un remolino, hijo bastardo del
Viento Oeste,
vino rugiendo como un tren
enloquecido,
la agarró de atrás y la
remontó:
un sacudón seco y suave.
Demasiado vieja para asustarse
María Delfina alcanzó a ver
cómo los pies
se le despegaban de su sombra
y sonrió
y subió
y subió.
Y se dejó acariciar por el aire
y vio que el aire era bueno.
Y se dejó entibiar por el sol
y vio que el sol era bueno
y se dejó lamer por el vértigo
y vio que el vértigo era mejor:
María Delfina
lloró a carcajadas,
se partió en cuatro espasmos de
risa,
y después se hizo pis encima,
encima del palco en plena
función.
El Cura se pasó la mano por la
calva y bendijo:
–La lluvia es la
sonrisa del Señor.
El Comisario recibió la fresca
llovizna
en pleno rostro
y se hinchó de orgullo patrio:
–Igualito que aquel
Veinticinco –se dijo. Y lloró.
La Mujer del Comisario vio el
puntito de satén gris
que era todavía María Delfina
y señaló:
–Es un pájaro.
–Es un avión –terció la Mujer del
Cura.
–No –dijo el
Intendente– es una bolsita de nylon. Me cago en el Basurero Municipal.
[1] Los viejos no se mueren, un día se
adormecen y duermen mucho, mucho tiempo / Se toman de la mano, tienen miedo de
perderse y por eso se pierden / Y el otro se queda ahí, el peor o el mejor, el
dulce o el severo/ Eso no importa. Aquel de los dos que se queda está en el
infierno.
No hay comentarios:
Publicar un comentario