2010

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Premio de Poesía Casa de las Américas 2010

domingo, 8 de junio de 2014

Bartolomé Díaz Carrizo

Camarones, Chubut, 17 de marzo de 1535


I

Van quedando lejos
(se hacen de harina y azúcar)
el muelle, las gentes, el pueblo
de San Lúcar de Barrameda.

A Bartolomé Díaz Carrizo,
panadero de a bordo, mozuelo,
que no sabe de quién es hijo,
algo le muerde por dentro
mientras bebe y masca
espinas de erizo:

Son las tristezas del partir
–se dice a modo de consuelo,
y vuelve a su amasijo
de angustia de hoy
y de pan que ya es viejo.

Simón de Alcazaba y Sotomayor,
Capitán ilustre
de la nao capitana,
le ha encomendado, al pasar,
la hechura de pan blanco
y confituras en almíbar
para obsequiar a sus oficiales
la noche de la partida.

Y como es hombre callado
y de buen porte
a Bartolomé se le encomienda
el servicio personal del Capitán:
rinde servicio de jícara
al copón de bronce
que choca
con las copas de cristal
arrancando chispas de vino jerez
y breve estruendo musical.

Mis señores oficiales, mis hermanos
–dice Simón de Alcazaba
entre dos olas
–¡Brindo por la Madre de Dios,
la San Pedro
y su valiente tripulación española!

Y los capitanejos levantan
las copas y las tizonas.

–¡Iremos por la gracia de Dios
a conquistar esa tierra bárbara!
–festeja el Capitán.

–¡Conquistar, pacificar, poblar!
–gritan a coro los demás.

Simón de Alcazaba desenrolla
un mapa de color de tierra
y contra el mamparo lo crucifica:
usa puñales en vez de clavos.
Y con la espada
traza cuatro surcos
enmarcando la conquista.

(Allá abajo, el Estrecho de Magallanes
es la quinta cicatriz).

¡Por la Provincia de Nueva León,
que será nuestra,
por la gracia del Señor!
–grita con gran voz
el señor de Alcazaba.

¡Por la mayor gloria de Dios,
por el triunfo del Rey,
por nuestro señor y Capitán,
don Simón!

Y riendo se levantan todos,
y clavan uno a uno sus espadas
sobre aquel reino de papel y carbón.



II

Tres meses por falta de agua
hubieron de sufrir.

Al final, después de harto aguantar la sed,
hasta los perros y gatos
bebían vino puro. *

La marinería reía alborotada
de las cabriolas de los gatos
y de las dentelladas que los perros tiraban
a los fantasmas del alcohol.
Pero Bartolomé Díaz Carrizo se entristecía
mientras les daba duro
a los bollos de harina negra.
–Que los animales anden borrachos
no es cosa de Dios.

Más de tres meses duró la travesía
hasta ese lugar donde hallaron puerto y abrigo
y un pródigo manantial de aguas claras
y esos animales
que  eran leones y pejes a la vez
como decía maravillado el piloto Juan Ortiz.
 Puerto de los Leones fue su solemne bautizo
en nombre y honra del Rey.

Siguen cayendo por aquellas costas
hasta el Estrecho de Magallanes,
que se aparecía en sueños a Alcazaba
como un portal de pedrerías y de oros lejanos.
Pero no hallan puerta sino boca,
cerrada diente sobre diente,
que con rabioso espumajo
les impide el paso a su través.

Trepan trabajosamente las naos el mapa
y recalan otra vez en el Puerto de los Leones.
Allí Simón de Alcazaba manda levantar
una iglesia de lonas y velas
para que cada día se diga misa
y se respeten los días de guardar.

Presto a lanzar la conquista
forma cuatro escuadras.
Arcabuceros, ballesteros
y hombres de lanza
forman su escolta personal.

Cuidadoso como un padre,
ordena que se cosan sin retraso,
para los que no tienen escudo,
unos sacotes aforrados con lana
para que las flechas no les hiciesen mal.*

Pero no hay indios
a la vista
en ese desierto que se abre
como fauces amarillas.
Aquejado más que de dolores, de aburrimiento
se vuelve Simón de Alcazaba al Puerto de los Leones,
no sin nombrar a Rodrigo de Isla
para que guíe a los hombres
en su nombre.
Veinte días caminan como fantasmas adormilados
–Bartolomé Díaz entre ellos–
antes de dar con un río
y unos pocos indios viejos.

Rodrigo de Isla
manda cortar unos mimbres
y hacer con ellos balsas
para cruzar el río manso.

Y, así, caminando llegan a otro río
que serpenteaba entre peñas
todo cercado de árboles
y allí comen cardos e raíces
e muy grandes pescados.*

Bordeando el río entre peñas rojas
ven lo que parecen ciudades.
Aceleran el paso los hombres:
unos hablan de cúpulas de bronce
otros de auríferos altares
y más otros de grandes hazañas.

Pero las alegrías se truecan en maldiciones
en denuestos y en blasfemias
y al final en una nada vacía:
la ciudad de oro no era
más que puras montañas.

Sólo Bartolomé se santigua,
cae de rodillas y ora,
porque piensa que no el viento,
sino la mano de Dios
ha tallado esas catedrales.

Hay cansancio y descontento entre los hombres:
que esto es perder el tiempo
que no es cuestión de morir buscando quimeras
para que otros se hagan ricos,
que volvamos al puerto de los leones
matemos al que se oponga
por más que hijodalgo sea,
–y de allí a la mar, a España
o al infierno,
que para algo tenemos cojones.

Del dicho al hecho:
Rodrigo de Isla y Juan de Mori
ya marchan encadenados
entre las burlas de aquellos feroces.

A falta de capitanes de buen juicio,
desandar el camino se hace arduo:
En el camino pierden cincuenta hombres
entre extraviados y exhaustos.

Cuando avistan las velas de las naves
hace ya mucho tiempo
que Bartolomé Díaz Carrizo,
el callado panadero,
fue dado por perdido y muerto
en alguna de esas frías noches.

Pero Bartolomé no está muerto ni extraviado.
Sigue de lejos a la cohorte de andrajos
temeroso de Dios,
asqueado de esos trasgos
que ya perdieron hasta el nombre.

Trepado a un farallón
ve llegar a la horda
los ve abordar a las naves
y adivina, más que ve,
a Simón de Alcazaba
morir bajo espadas y puñales.

Muchos bultos oscuros caen esa tarde por la borda.
Bartolomé alcanza a ver leones
nadando por el agua roja.
Por la noche llegan los gritos borrachos
con que Arias arenga a la tropa.
Quiere hacer de ellos piratas
y hacerse él mismo capitán,
la jauría se gruñe como enfrentada
por los favores de una perra mala.

Algunos leales se sublevan y ganan.
Poco después
la rebelión y las cabezas
caen rodando del tajo al mar.

No tardan en aparejar las naves,
aprovisionar y levar las anclas.
Parten dejando atrás ochenta hombres
entre muertos, perdidos y ajusticiados.

Nadie recuerda ya a Bartolomé Díaz
el panadero como el pan callado.
Apenas si escriben su nombre
en la bitácora desprolija
dándolo por inocente de sedición
y, al fin de cuentas, por finado.

Pero Bartolomé Díaz Carrizo, a su pesar
todavía está vivo. Con su horror a cuestas
desanda el camino
hasta la tierra de las catedrales.

Nunca volverá ni a su llano ni a su pueblo
porque Bartolomé sabe
que hacia aquel enorme desierto.
también ha huido Dios.

Y que es no otra sino España
la que ha comenzado a oler a muerto.



*    Los textos marcados con*, en este poema, fueron tomados de Clemente Dumrauf: Historia de Chubut, Plus Ultra, Buenos Aires, 1992.

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