2010

2010
Premio de Poesía Casa de las Américas 2010

sábado, 7 de junio de 2014

T’ol k’ete-nK Aromkesh
Al norte de San Antonio, Río Negro, 6 de marzo de 1828



T’ol k’ete-nK Aromkesh
nacida diecinueve veranos atrás
mujer y tehuelche
sintió calor bajo la piel de guanaco
y se alegró de escuchar tan cerca
el latido del mar.

El latido del mar,
así llamaba Aromkesh
a la canción furiosa de las olas.
Sus amigas se reían, diciéndole:

Aromkesh, hablas mal, el mar no late,
el mar ruge como el puma
cuando salta y mata,
el puma ruge como la tormenta
cuando llega sobre los toldos,
la tormenta ruge como la tierra
bajo las patas de los guanacos
cuando escapan de las gotel [1]
de nuestros maridos.

Pero Aromkesh no escuchaba
(no le importaba escuchar)
y seguía llamando latido
al bramido del mar

y latido era la voz poderosa del puma
y latidos eran para ella todos los sonidos
por encima de la tierra y por debajo del cielo.

La tierra está viva:
todo lo que está vivo tiene su latido,
hasta las olas y los olos del mar.

Ay, Aromkesh, otra vez tu lengua se enreda
las olas no tienen machos y hembras
las olas no son como los zorros y los leones de mar.

Pero T’ol k’ete-nK Aromkesh
se reía a su vez.

Queridas y estúpidas amigas,
deberían cerrar la boca:
porque todo tiene su pareja en el mundo.
Por encima de la tierra y por debajo del cielo
la mitad es macho y la mitad es hembra:
mundo triste sería este
si algo quedara sin hacer el amor.

Ay, Aromkesh, Aromkesh
todo tiene su pareja en este mundo,
todos, menos T’ol k’ete-nK Aromkesh
pobre amiga, tan joven, y ya viuda.

Entonces Aromkesh, sin decir nada,
se desnudaba corriendo y llorando
y se arrojaba al mar
y nadaba y nadaba
hasta que el sol se hacía viejo
y la luna comenzaba a brillar.

El hombre de Aromkesh
había muerto hacía dos inviernos
luchando contra el araucano
venido desde donde muere el sol.

El hombre de Aromkesh
era hijo mayor del Oyp’enK
el Hombre que Va Adelante
el jefe de su pueblo
el que le había dado el nombre
de T’ol k’ete-nK Aromkesh  [2]
el día en que la recibió por primera vez
en su casa de cuero.

Esa tarde sus amigas se cansaron de esperarla
y volvieron
por un lento camino de arena y tiempo.
Aromkesh ni siquiera las vio partir.
Se alejó por la orilla blanca
buscando mejillones y cangrejos
que guardaba en una red
que ella misma había tejido
en las noches de soledad.

Las últimas luces del sol
brillaron sin brillar sobre un bulto oscuro
que interrumpía el liso cielo
reflejado con todos sus colores en la arena.
Al acercarse vio que era un hombre
desnudo y negro como las piedras de tallar.

Se acercó sin apuro y sin miedo:
el hombre parecía muerto.
Lo empujó con el pie desnudo, una vez, dos veces.
La tercera vez un gruñido de diablo
la arrojó de espaldas contra la arena.

El hombre o diablo rugía a cuatro patas,
los ojos venosos enrojecidos.
Cuando Aromkesh quiso acercarse, atacó
el aire a dentelladas.
¡Quieto, P’ole wa’chen! [3] –dijo entre dientes
divertida y alarmada–. ¡Quieto!
No te voy a lastimar, no me muerdas.

Al ver la sonrisa de la mujer
algo se quebró dentro del hombre negro
que se desmoronó feliz
dentro de su propia negrura.

Aromkesh lo miró un tiempo muy largo
hasta que la respiración suave
le dijo que el hombre estaba dormido
y, tal vez, soñando.
Lo arropó con su quillango
y le dejó la red de mejillones y cangrejos
como mudo regalo de bienvenida.

Al día siguiente lo encontró sentado
mirando el mar.
Por las cáscaras y tenazas sembrados a su alrededor
supo que su regalo había sido aceptado.
Ella había traído picana de ñandú
y una tinaja de agua dulce,
que el hombre le arrebató de las manos
pero bebió en pequeños y espaciados tragos.
Muy bien, Po’le Wa’chen –le sonrió
porque Aromkesh respetaba
a los que sabían cuidarse
del desierto y de sí mismos.

Ahora tenés que comer.
El hombre tomó con precaución
el asado y sonrió apenas.
Cuando terminó, Aromkesh se había ido.

Cada día ella le traía comida y agua
y pequeños regalos:
tientos y mantas de cuero
y palos retorcidos para que el hombre
hiciera su refugio contra el sol y contra el frío.

Una mañana, el sol casi estaba en lo alto,
él dejó de comer y la miró
se golpeó el pecho con la mano abierta:
¡Yahyah! –dijo con orgullo
y después golpeó suave el pecho de Aromkesh.

¡Aromkesh! –dijo Aromkesh tocándose el corazón.

¡Yahyah!¡Mandinké!
¡Yahyah, jalolu!

Y entonces el hombre negro se puso de pie
y comenzó a cantar.
Aromkesh cerró los ojos y vio
un rey negro
y mil hombres de lanza y penachos
y vio animales nunca vistos:
guanacos de cuello como serpientes
y ballenas con cuatro patas
y leones de mar que sacudían sus melenas
sobre arbustos altos como montañas.
Yahyah se sentó y susurró:
Yahyah, jalolu –y comenzó a llorar.

Entonces Aromkesh cantó a su vez.
Y Yahyah vio el terrible desierto
y jirafas de cuello muy corto
y leones que parecían peces del mar.

Se quedó mirándola asombrado y después la señaló:
¡Aromkesh, jalolu! y se palmeó los muslos con alegría.
Y así supo Aromkesh
que jalolu era El Que Canta Palabras Para Ver.

Desde ese día ella le trajo regalos nuevos:
le trajo palabras de su lengua
que guardaba como un tesoro
porque para Aromkesh
las palabras, bien usadas, sirven para alumbrar el mundo.

Pronto él aprendió el juego:
señalaba una cosa y Aromkesh
le regalaba el nombre:
El hombre negro levantaba un caracol.
K’ool –decía Aromkesh.
Un dedo negro señalaba un cangrejo
de destino errático.
Kamell –se reía Aromkesh
viéndolo caminar como cangrejo borracho.
La mano negra se enredaba en un tiento.
K’awn –decía Aromkesh y se lo ataba
a él en la muñeca.
Yahyah tocó la vincha en la frente de ella.
Cóochele –dijo ella y se la regaló.
Él apoyó la mano sobre el pecho tibio de Aromkesh
y con la boca imitó el sonido de un corazón.
Tol –dijo Aromkesh, sintiendo que se le salía por la boca.
De un tirón él le arrancó el taparrabos húmedo,
porque Aromkesh venía del mar.
Shee –dijo ella con un hilo de voz.
La mano de él le tomó un pecho
y desde allí bajó lenta
hasta cerrarse sobre el sexo húmedo de Aromkesh.
Oshk’en –quiso decir ella
pero Yahyah la tumbó fieramente sobre la arena.
Ella le mordió los hombros con furia
y él empujó y empujó hasta que los dos fueron uno.

Todos y cada uno de los días
que duró la luna llena
él la tumbó,
cada vez más dulcemente,
sobre la arena.
El octavo día ella lo tumbó a él.

La luna cambió cuatro veces
y fue llena otra vez
y Yahyah y Aromkesh
se vieron todos los días
en secreto pero no en silencio.
Aromkesh le había regalado tantas palabras
que Yahyah podía ahora hablar
la lengua de la gente de la tierra.
Y se contaron sus vidas.
Y se amaron más profundamente aún.

Un amanecer Aromkesh
lo encontró como la primera vez,
mirando el mar.

Detrás del mar está mi tierra
–dijo señalando hacia el sol que nacía, rojo.
Mi tierra es siempre cálida, pero
aquí ha comenzado a hacer frío
sobre mi corazón.

Aromkesh no dijo nada,
porque sabía que el frío del alma
no puede ser abrigado ni por piel del guanaco
ni por cuerpo de mujer.
Estuvo silenciosa muchos días.
Una mañana, sin decir nada, lo tomó de la mano
y lo llevó a un lugar secreto,
donde el mar había cavado en la roca
profundas heridas.
Yene –le dijo señalando el bote winka [4]
traído allí por el mar muchas tormentas atrás.
El hombre negro reconoció las formas.
Había navegado el río Gambia en cosas parecidas.
Había visto los yene de los winka.
Había sido devorado por uno y en su vientre
había cruzado el mar, mientras sus hermanos y hermanas
morían encadenados a la fiebre y la tristeza.

Este que le mostraba Aromkesh
era un yene ciertamente muy pequeño,
pero Yahyah comprendió.

Cargaron el bote con toda la carne seca
y las raíces y el agua fresca
que pudieron reunir a espaldas de la gente de Aromkesh.
Levantaron un toldo con cueros y palos
y cosieron velas de cuero.
Cuando todo estuvo listo
él la tumbó una vez más,
dulcemente,
sobre la arena.

Pero sólo pudieron llorar.

Yahyah subió a la nave.
El camino del mar puede llevarme a la muerte,
venir conmigo puede ser para morir
–dijo él para consolarla.
Quedarse no es más seguro:
me moriré mirando el mar
–le contestó Aromkesh con suavidad.
Entonces él le tendió la mano.


Las amigas de Aromkesh
encontraron el collar semienterrado en la arena
y lo llevaron como prueba y prenda de la muerte
de la hermosa Aromkesh, ahogada en el mar.
Hubo luto muchos días y muchas noches
alrededor de las hogueras y en el corazón de todos.

Un niño contó que un día había visto
a Aromkesh luchar en la arena
con un diablo negro.

Un diablo negro se la llevó
–dijo a quien quisiera oírlo,
pero era un niño famoso por sus mentiras,
y nadie lo escuchó,
nadie, ni siquiera el viento
que sopla y sopla desde el desierto de Aromkesh
hasta la selva verde y negra de Yahyah,
el diablo negro
el esclavo mandinga
el poeta juglar. [5]



[1]             «Piedras de las boleadoras», en lengua tehuelche todos los vocablos destacados en este poema.
[2]    «Nuera de buenos sentimientos».
[3]    «Perro negro».
[4]    “Hombre blanco”
[5]    La de Yahyah, un jalolu o juglar profesional de la etnia mandinga, puede ser una de las tantas historias de esclavos negros capturados en la costa africana occidental. Esta crónica imaginaria transcurre durante la guerra que las Provincias Unidas del Río de la Plata libraron contra el Imperio del Brasil. Muchas naves esclavistas fueron capturadas por corsarios argentinos y llevadas al puerto de Carmen de Patagones. Una vez allí los africanos eran obligados a engancharse en el Ejército. La mayoría murió debido a los rigores del clima patagónico. Algunos se emplearon como peones o puesteros de estancia, como mano de obra casi gratuita. Unos pocos huyeron hacia el desierto y encontraron refugio en las tolderías tehuelches: «No fueron pocos los negros que, en busca de corazones más sensibles, escaparon a los indios tehuelches, entre quienes debieron hallarlos, porque en poco tiempo nacían en sus tolderías indiecitos atezados y de pelito crespo», en Jorge Fernández C.: Estudio de política aborigen pampeana, Cuadernos del Instituto Nacional de Antropología y Pensamiento Iberoamericano, Ediciones INAPL, Buenos Aires, 2002.

No hay comentarios:

Publicar un comentario