2010

2010
Premio de Poesía Casa de las Américas 2010

sábado, 7 de junio de 2014

J. F. I. L. Funes

Buenos Aires, 26 de agosto de 2036



Los espejos y la paternidad son abominables.
J. L. BORGES



Tengo orden de entregarle esto –dijo el hombre–
por favor, firme aquí y aquí –la pluma de acero que le tendió
brilló como una daga.

Entre el hombre trajeado y encorbatado en seda
y el hombre ya viejo de agónico saco gris
había una más vieja y anónima mesa de pensión.
Sobre la mesa, un largo estuche de madera y cuero.
Sobre el estuche un sobre lacrado.

El hombre, envuelto en una sedosa nube de perfume,
saludó con vaivén de péndulo invertido
y antes de cerrar la puerta miró al anciano
con curiosidad y con lástima.

El estuche contenía
unos libros encuadernados en tela roja,
un sable del ejército argentino
de mil ochocientos setenta y dos
y un olor agridulce a tiempo y a espera.
El hombre rompió el sello de lacre.

Una carta fechada a principios de 1986.

El hombre leyó la carta una vez
dos, veinte veces,
hasta que los ojos le ardieron como estrellas viejas.

Sacó con curiosidad el sable de la abollada vaina
partió el aire de cuatro mandobles
y después lo dejó como al descuido
sobre la cama de colcha remendada y limpia.
Abrió uno de los libros
leyó un par de páginas.
La puta que te parió –dijo entre dientes
y el libro fue a descuajeringarse
contra la pared forrada en pino.

El hombre se quedó mirando el libro
como quien vela a una víbora muerta.
Después se agachó, lo rozó con dos dedos,
lo alzó y se puso, ahí, de pie, a leer.

Durante días leyó, dos veces, tres veces
sin comer y casi sin dormir
esos libros atragantados de palabras
que decían nada queriendo decir todo.

Después, como en un golpe de fiebre,
las palabras se alzaron
unas sobre otras
unas junto a otras

un edificio infinito
que lo rodeó por completo
como aire, como mar, como tiempo:
adelante
atrás
arriba
abajo.
Las palabras que iban saliendo de esos libros
pesados como biblias
fueron tejiendo otro universo.

Abrió el tercer libro
en la página ciento cuarenta y tres.
Ese soneto era más torpe que otros
pero lo conmovía de una manera extraña.
Cerró los ojos y durmió
y el soneto apareció en el sueño
y le fue grabado en el alma
con punzones de fuego.

Durante varios días más
se quedó tumbado en el centro del edificio infinito
en donde las palabras se unían como puentes y laberintos,
hasta que la fiebre y el hambre lo trabajaron
en su nervio más íntimo.

Después, como si esa semana hubiera sido
sólo una mala siesta,
se levantó
guardó los libros y el sable en el estuche,
la carta en el bolsillo,
y salió a caminar
lo que quedaba de Buenos Aires.

Allá afuera la ciudad era, ciertamente,
un plano de humillaciones y fracasos.

Cesanteado después del golpe del veintidós,
había vivido todos esos años
de las migajas de unas clases de contabilidad
y los envíos erráticos de unos parientes fantasmales
de Fray Bentos, o de algún otro lugar del Uruguay.

Un hombre que revolvía unos tachos de basura
lo miró de golpe.
En esa mirada azul no había nada.
Tal vez porque miraban nada.
Ese hombre era para él un espejo
o un borde por donde caer.
Los camiones militares pasaban de tanto en tanto
cubierta la carga de muerte con pesadas lonas verdes.

Tu padre nació en 1926 –recordó que decía la carta–
en una estancia del Uruguay.
Las familias hicieron los arreglos
y nadie lo supo en Buenos Aires.
Madre no me dejó viajar a conocerlo.
Después, los años fueron borrando esa noche
en la que con mi cuerpo hice un hombre
y con mi cobardía lo aborté.
En cuanto a la mujer que fue tu abuela
sobrevivió menos que su desprecio hacia mí,
ese desprecio que todavía siento
frente a espejos que no puedo ver
pero que me ven.

De vos sé que naciste
en mil novecientos sesenta y dos,
que, como tu padre, llevás todos mis nombres
menos el último,
que te recibiste de contador
pero de números, una manera tal vez más inofensiva de contar.
Sé también que el riguroso azar o la incierta genética
te salvaron de la doble maldición de la literatura
y la ceguera.

Ahora que estoy por morir
te escribo esta carta, la dicto:
el prudente medio siglo
que dormirá en una caja de fierro
me fue recomendado por María.

Cuando leas esto serás casi tan viejo como yo:
he jugado con la idea de que te estoy salvando
de una herencia atroz o poco recomendable:
la de ser mi único descendiente.
Pero un hombre viejo no se deja engañar
por otro que ya es polvo.
Sabrás, sin dudarlo, que este juego es el mismo
que el de mis libros:
un simulacro hecho de espejos, de sombras, y,
valga el oxímoron,
de indoblegable cobardía.

Te dejo lo que soy:
unas palabras dictadas en la sombra
unos libros inexplicablemente famosos.
Te dejo también lo que no soy:
el sable que llevaba tu tatarabuelo
cuando lo mataron en La Verde,
ese símbolo de lo que no tendré jamás
por ciego y por flojo:
la fiesta final de la espada
el dolor acallado por un grito de coraje
la felicidad de una muerte certera y puntual.

Leyó la carta una vez más
y la guardó en uno de los libros.
En la explanada, un grupo de soldados armados
dejaba oír esos graznidos
con que ríen los hombres inseguros y brutales.
La fiebre lo atravesaba como ráfaga
de arena helada.
Arrancó el sable de su vaina de óxido
y pasó el dedo por el borde redondo e inocuo:
el destino de esa espada no era el tajo delgado y feroz
sino el cráneo partido entre los caracoleos
de los pingos patrios.

Sintió en las manos
la quemazón de cuero
de las riendas,
y, entre las piernas,
la musculatura elocuente del animal.

Alguna parte de él, a salvo todavía de la fiebre,
lo hizo verse atravesando dos llanuras:
a caballo, la pampa húmeda cortada allá enfrente
por la fusilería enemiga.
A pie, la explanada de baldosas y cemento
sembrada de vallas y apiladas bolsas de arena o tierra,
donde los soldados, tumbados, hablaban a gritos
señalando al viejo loco del sable.

El soneto de las letras de fuego
lo tomó de golpe
y le borró todas las otras cosas.
A veinte metros de los soldados
se detuvo
murmuró aquellas palabras demasiado famosas:

No me abandona –dijo como escupiendo– siempre estará a mi lado.

El resto de la estrofa
le hirvió en el bajo vientre
 y le subió hasta la boca.

El aullido de coraje fue como un empujón
que se lo llevó para siempre.
Levantó el sable
y cargó contra el borrón verde de los soldados,
que, riendo, lo dejaron venir
y lo derribaron, entre todos, a culatazos.
Ahí abajo, lo patearon y lo escupieron.

Después un sargento,
de apellido Suárez, para más datos,
sacó la pistola y,
casi con desdén,
hizo fuego.




a J. I. F. L. Borges

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