2010

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Premio de Poesía Casa de las Américas 2010

domingo, 8 de junio de 2014

Sir Thomas Doughty

Puerto de San Julián, Santa Cruz, 7 de julio de 1578


It is a tale
Told by an idiot, full of sound and fury,
Signifying nothing [1].

WILLIAM SHAKESPEARE
Macbeth
I

El puerto de Plymouth
se apagaba gris
aquel trece de diciembre
de mil quinientos setenta y siete,
como si los tres barcos
que acababan de partir
soplaran estelas de plata y lejanía.

Ciento sesenta y seis íbamos a bordo
del Pelican, de la Elizabeth, de la Marigold,
en viaje oficial de reconocimiento
de los lejanos contornos de la América del Sur
y búsqueda de la Terra Australis Incógnita.

(Pero hubo órdenes secretas de la Reina
sólo escuchadas por Francis Drake, mi amigo y capitán:
llevar el fuego y el azufre y el anatema de Albión
a todas las colonias españolas que beben el agua y la sal
a las orillas del Atlántico y del Pacífico,
los océanos cuyas lenguas frías lamen las costas
de cinco continentes).

Sabido es que en toda corte real
también hay lenguas frías y calientes
que tejen incesantemente su tapiz de discordias
siguiendo los diseños de la ambición.
Así que sólo para los oídos de aquel que fui
tejió la lengua del Lord Tesorero su contraorden:

no dejar que se irrite al león español
–ni a sus mil cachorros sueltos–
será la preciada perla con la que contribuiréis,
Sir Doughty, a la Corona y al tesoro inglés,
tan faltos como estamos de las lisonjas del comercio
y de los arrullos de la paz.

Ese fue el susurro que quise oír de labios de Sir Burleigh,
Par de Inglaterra e impar traidor
a los designios de nuestra Reina y Virgen Isabel.
El porqué de sumarme a la conjura y a la traición
es pregunta vana si se conoce la manera
en que la vanidad y el dulce deseo del oro
anidan y empollan sus huevos negros
en el pecho de los hombres.

No se habían apagado todavía las luces de Plymouth
cuando comencé mi tarea de sierpe y comején.
¿Pero qué pueden la sierpe y el comején
contra el Dragón y su aliento de fuego?
Drake, Drake, dragón astuto,
señor de altos vuelos:
¡ante ti descubriría mi cabeza
 si mi cabeza no estuviera allí,
rodando por los suelos!

Malos vientos soplaron sobre las tres naves
que cruzaban el Atlántico.
Tan malos que hubo que abandonar dos
en ese ancho río
que los españoles nombran con palabras de plata
pese a estar hecho sólo de agua y de barro amarillo.

Una sola nave bajó bordeando la costa.
Una sola nave es más fácil de amotinar que tres
según esas sencillas matemáticas de la traición
que, ay, ahora sé, desconocen los dragones.
Una mañana los hombres comenzaron a apartarse de mí.
Evitaban mirarme y a más de uno
sorprendí trazando signos de protección en el aire.


Fui invitado a una espléndida cena.
Drake sonreía. El vino le daba un aliento de fuego
que de tanto en tanto me echaba a la cara.
Sir Thomas –me dijo–, ya sabéis que la marinería
está hecha de simpleza y de ignorancia.
Fijaos que estos brutos han comenzado a decir
que Vos, con malas artes de brujo,
nos habéis traído la desgracia.

He sabido que ya algunos hablan de mataros
y arrojaros por la borda.
Comprenderéis que, por vuestro propio interés,
debo poneros bajo custodia.
Habrá un juicio que vendrá a lavar como agua clara
las infames manchas de esta vil historia.

Al punto, cuatro soldados me desarmaron
y gentilmente fui llevado a mi encierro
donde supe que ya podía darme por muerto.

El juicio fue breve y despiadado
como la Navaja de Occam.
El jurado fue numeroso y multicolor:
Tantas eran las vestimentas y oficios
de los cuarenta que me juzgaban.

Drake, el astuto dragón,
oficiaba a la sombra de la vela mayor.
De cómo mi delito pasó de la hechicería
a la traición
no merece ser guardado en la memoria:
yo, Sir Thomas Doughty
fui declarado culpable y condenado a morir
bajo el hacha
en un patíbulo español.  [2]

Pero en razón de mi alto linaje
y de la amistad que Sir Drake dijo todavía dispensarme
se me ofrecieron dos alternativas a elección:
ser vuelto a juzgar por mis pares en la alta Inglaterra,
o ser abandonado para siempre en esas costas malditas de Dios.

No quise volver a Inglaterra
donde se me volvería a condenar
delante de mis hijos.
No quise que mi amada Inglaterra
se manchara con mi sangre.

No quise tampoco el destino de vagar
entre matorrales y salvajes.
Elegí el hacha.

En mi última comida
Sir Drake y yo bebimos, reímos y hasta ensayamos
algún paso de baile.
Brindé por Inglaterra
por la Reina Isabel
por la gloria de aquel verdadero señor de dragones
y,
secretamente,
por los ojos y el vientre
de Lady Mary Drake
la mujer al calor de cuyo seno
incubé el huevo de esta traición.

Después subí tres escalones.




II

Esa nuca que se sacude bajo el impacto del hacha
esa sangre que brota violenta, único color vivo
en esta muerta tierra verdegrís,
esa cabeza que rueda
con la boca abierta a media palabra,
son, eran, las mías.

El dolor ha sido masivo y considerable
pero lo ha sentido otro, no yo.
Lo ha sentido ese cuerpo que todavía tiembla
y que ha cometido la imperdonable indecencia
de soltar sus aguas
al mismo tiempo que la vida
lo ha soltado a él.

He tenido la precaución o la suerte
de echarme a volar un poco antes,
mientras aquel cuerpo ascendía gravemente
la tosca escala del patíbulo
y se inclinaba, no ante el verdugo
y menos ante su hacha comida por el orín,
ni tampoco ante la presencia
de la buena Reina Isabel, a quien
se siente vibrar en esos pendones y gallardetes
que con premura ha mandado desempolvar
mi capitán y amigo Sir Francis Drake
(siempre tan puntilloso y formal
en estas ceremonias de la muerte).

No es cierto entonces
que el alma es desalojada del cuerpo
en el momento de morir.
No, el alma es pájaro asustadizo
y lo abandona un tanto antes.
El cuerpo queda sólo con la apariencia de la vida,
animado por sus humores y electricidades
y, temo tener que decirlo,
por miedo a la inmovilidad,
su enemiga natural.

¿Con qué ojo estoy viendo,
entonces,
a ese círculo de hombres que se demora
en comentar los pormenores
y hará de mí leyenda?

¿Qué ojos son entonces
los que se deslumbran
con este estallido de sol
sobre el pulido y pálido océano
que parece venir a dormirse
en esta bahía que Sir Thomas Doughty
vino a acrecentar con su sangre?

(El barco que me ha traído a la muerte
bordea la refulgente mancha solar
como animal oscuro
que ha venido a beber
no agua
sino luz).

¿Con qué memoria impalpable
estoy recordando esta admirable sucesión
de acontecimientos,
esos eslabones duros pero invisibles
que se han ido encadenando
para arrastrarme hasta aquí
y hacerme, oh sucesión de funestas bromas,
amigo y oficial de confianza primero,
traidor después
y después aún
reo de muerte
cadáver
y ahora pájaro sutil?

(Pájaro rastrero
pájaro silencioso
pájaro encadenado por siempre
a esta muerta tierra verdegrís).



[1]             «Es un cuento / contado por un idiota, lleno de sonido y furia, / que no significanada».
[2]             Sir Thomas Doughty fue decapitado en las costas de San Julián, en el mismo  patíbulo que unos años antes había mandado levantar Hernando de Magallanes para ajusticiar a algunos miembros de su tripulación.

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