2010

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Premio de Poesía Casa de las Américas 2010

domingo, 8 de junio de 2014

María Delfina Alvarado, viuda de Bianchiotta

Puerto Madryn, Chubut, 25 de mayo de 1956


Les vieux ne meurent pas, ils s’endorment un jour et dorment trop longtemps
Ils se tiennent par la main, ils ont peur de se perdre et se perdent pourtant
Et l’autre reste là, le meilleur ou le pire, le doux ou le sévère
Cela n’importe pas, celui des deux qui reste se retrouve en enfer.
JACQUES BREL
Les vieux [1]

María Delfina Alvarado, viuda de Bianchiotta
caminaba pegadita a su sombra
todas las mañanas de otoño en que había sol.
–En otoño se puede caminar –explicaba a sus nietas–.
Las viejas como yo tienen que tener cuidado
con el viento oeste.
Te tumba.
Y es capaz de llevarte
de puro jodido que es.
Noventa y cuatro años
tres meses
y seis días
cumplía María Delfina
ese Veinticinco de Mayo
en que el pueblo seguía queriendo saber
de qué se trata.

María Delfina Alvarado, viuda de Bianchiotta
odiaba su sombra:
–Dejame en paz –le decía–, dejá de andar jodiendo
encolada a mis pies. Quién te conoce.

María Delfina
envidiaba a los pájaros:
–La sombra no los alcanza allá arriba –se explicaba
mientras medía con pasos cortitos
el túnel de pinos piñoneros
taladrado entre la avenida y el mar.

–Jodida sombra. Jodido viento. Vida jodida esta –salmodiaba María Delfina
entre dos cuchillazos de reuma.

El sol del Veinticinco viene asomando
y la sombra de Delfina se alarga
y es una pincelada oscura y oblicua
sobre la vereda rota por años retorcidos
como raíces.

–Jodida vereda –le decía María Delfina a su vecina–.
No es que yo tropiece:
es la sombra que se m’enrieda en las raíces.
Se juntan para desgraciarme.
Son como dos víboras:
sombra y raíz
sombra y raíz.
Se me anudan sobre los empeines.
moñitos negros me atan sobre los pies.
Moños de sarcófago que me pesan y me queman
y que en un tropiezo de esos
me mandan derechito al hoyo.

Al fin y al cabo ahí se fueron
todos los que conocí –explicaba María Delfina
al joven taxista que la había ido a buscar.
–Fijesé: tantos y tantos que anduvieron
por esas calles de dios
¿qué son ahora?
unos huesitos,
unos recuerdos acá –María Delfina se tocaba los pocos cabellos–. Nada más.

–Y algunos de los que conocí
ahora son cartelitos en una esquina. Le voy a mostrar.
–y le indicó tres o cuatro esquinas
bautizadas con los nombres
de modestos próceres de pueblo.

Con este me acosté.
–Con este también.
–Con este no quise saber nada.
Pero ahí se apea María Delfina. Y calla.

Allá a dos cuadras el palco comienza a crujir
bajo zapatos y botas confraternales:
están el Intendente, el Gobernador Militar
el Comisario, la Mujer del Comisario
el Cura, la Mujer del Cura
y varios otros figurones patrios.
–Jodidos políticos –rezongó María Delfina–. Jodidos militares.
Cuándo se dejarán de joder.

Ajeno a las cosas de los hombres
un remolino, hijo bastardo del Viento Oeste,
vino rugiendo como un tren enloquecido,
la agarró de atrás y la remontó:
un sacudón seco y suave.

Demasiado vieja para asustarse
María Delfina alcanzó a ver cómo los pies
se le despegaban de su sombra
y sonrió
y subió
y subió.

Y se dejó acariciar por el aire
y vio que el aire era bueno.
Y se dejó entibiar por el sol
y vio que el sol era bueno
y se dejó lamer por el vértigo
y vio que el vértigo era mejor:
María Delfina
lloró a carcajadas,
se partió en cuatro espasmos de risa,
y después se hizo pis encima,
encima del palco en plena función.

El Cura se pasó la mano por la calva y bendijo:
–La lluvia es la sonrisa del Señor.
El Comisario recibió la fresca llovizna
en pleno rostro
y se hinchó de orgullo patrio:
–Igualito que aquel Veinticinco –se dijo. Y lloró.
La Mujer del Comisario vio el puntito de satén gris
que era todavía María Delfina
y señaló:
–Es un pájaro.
–Es un avión –terció la Mujer del Cura.
–No –dijo el Intendente– es una bolsita de nylon. Me cago en el Basurero Municipal.



[1]             Los viejos no se mueren, un día se adormecen y duermen mucho, mucho tiempo / Se toman de la mano, tienen miedo de perderse y por eso se pierden / Y el otro se queda ahí, el peor o el mejor, el dulce o el severo/ Eso no importa. Aquel de los dos que se queda está en el infierno.

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