2010

2010
Premio de Poesía Casa de las Américas 2010

domingo, 8 de junio de 2014

Karl Wilhelm Schultz

Villa Domínico, Provincia de Buenos Aires,16 de abril de 1963



Villa Domínico es un tablero
de yuyos bravos y barro negro
y de casas pintadas a la cal.

Ajedrez crudo y simple:
los Caballos tiran de los carros
cargados de hielo de leche de pan
clipiticlop
entre la bosta y el agua estancada.

Los Peones cargan su osamenta
para ir a tejer andamios de araña cansada.

Las Torres son de arena y ladrillos apilados
en los baldíos y en las esquinas.

El Alfil dice misa para nadie
salvo en Navidad y en Domingo de Ramos
.
Las Damas vigilan la vereda,
mientras fingen barrer:

Así es como circulan
las penas propias
las historias ajenas
y la basura de todos.

El juego no termina nunca,
la vida siempre está en jaque,
el Rey jamás baja hasta ese andurrial.



Karl Wilhelm Schultz
había llegado al barrio
con sus dos metros de altura,
sus tres caniches negros
y podados como ligustro
y una mujer rubia y sumisa
que olía a lavanda y a alcohol.

Nadie, hasta hoy, supo el nombre
ni la historia de Karl Wilhelm Schultz
ni de su mujer
ni de sus tres caniches negros.

De cuando en cuando
se lo ve cortando el aire de la tarde
con sus ojos rojos y su perfil de sable.
Nunca habla.
Nunca ríe.
Todo lo que hace de su vida
sucede entre las cuatro paredes
de una casita con un minúsculo jardín
de crisantemos y rosas.

Detrás de las celosías,
por la noche,
se ve la larga sombra del alemán,
inmóvil,
como esperando algo de la oscuridad.

De cuando en cuando
la mujer rubia y sumisa
llega con varias botellas de whisky
asomando de su bolso de piel amarilla.
Después vienen los cantos
y las risas
y los gritos trepando como una tormenta
por la pared de ladrillo desnudo
que hay entre su casa y la mía
y a la que yo me encaramo
para no perderme la función.

Tedeschi fascisti, figli di putana, tutti –dice mi padre–
y con un corto y violento sacudón de cabeza
me ordena bajar y entrar a la casa.
Los gritos del alemán se endurecen
como vidrio y como vidrio estallan
contra alguna pared:

el patio del Karl Wilhelm Schultz
está armado de cristales rotos
que amenazan el cielo
y quiebran en mil pedazos la luz del sol.



Shalom Jacob Bergelson,
mercachifle,
llamado el Tre’pipa’
por las tres cachimbas
que asoman siempre en el bolsillo,
camina el barrio
arrastrando su valija de cartón
y una recua de chiquilines
que lo manguean y lo atormentan.

Tre’pipa’, judío amarrete,
qué llevás en la valija
¿un montón de soretes?

Tre’pipa’ camina
y suda
y masculla
y después suelta la valija
y también una caravana de maldiciones
que nadie entiende.

A pedradas desbanda a los cuervos
que, una esquina más allá,
vuelven a picotear

–Tre’pipa’, hijo de perra.
–Tre’pipa’, judío
– judío
– judío
–judío de mierda.

(A mí me da lástima el Tre’pipa’
por eso lo miro pasar
sin decirle nada.
Una vez me saludó de lejos,
así, con la mano,
como desde un barco que está a punto de partir).

Una tarde,
bajo una luz difícil,
Tre’pipa’ y el Alemán se cruzan
en alguna vereda.
Es una mirada breve como un disparo.
Karl Wilhelm Schultz, el Alemán,
sigue su camino, tambaleante,
pero Shalom Jacob Bergelson, el mercachifle
lo mira largamente
y después se queda inmóvil
como una solitaria pieza de ajedrez
sobre las baldosas negras y blancas.

Desde ese día,
todos los días,
una hora antes de caer el sol,
Tre’pipaviene con su valija y su resuello
y se para frente a la casa del Alemán.
Se queda ahí, de pie,
con una quietud
que retuerce el aire
y lo adensa
como una onda expansiva
de lentitud vegetal.

Las celosías de la ventana del Alemán
permanecen cerradas.

Otra tarde,
la mujer rubia y sumisa
sale y va hasta Tre’pipa’:
–Qué quiere.
El hombre, sin decir nada,
se inclina
abre la valija
y saca un pan de jabón.
Un regalo. Para su marido
–dice Shalom Jacob Bergelson
en perfecto alemán.
Después cierra la valija
y se va despacio.
La mujer arroja el jabón
a la zanja que bordea la vereda.

El otoño se enfría
y Tre’pipa’
continúa su guardia paciente
hasta que las celosías se entreabren y recortan
la larga figura de Karl Wilhelm Schultz.

Shalom Jacob Bergelson,
despacio, levanta la manga de su sobretodo gris.
Más que verlos, el Alemán adivina
los números negros tatuados
sobre el brazo veteado de azul.
La puerta se abre de un golpe.

En cuatro zancadas Karl Wilhelm Schultz
cruza la calle.
La Luger brilla al sol cuando se apoya, despacio
sobre la frente de Shalom.
Juden –dice Schultz, casi sin énfasis.
SchutzStaffel –dice el judío en el mismo tono
y escupe.

La Luger se hinca en la carne de la frente.
Shalom Jacob Bergelson, entonces,
comienza a hablar.
En voz baja, como en una letanía,
palabras que parecen nombres
de personas y lugares.
Y otras palabras que suenan
a plomo, a gas, a humo y a silencio.
y después:
–Por qué.

La Luger baja despacio.
Shalom Jacob Bergelson, el Tre’pipa’
alza la valija.
Karl Wilhelm Schultz
lo ve alejarse y después entra a la casa.

Esa y muchas noches
hay gritos y botellas estrelladas
contra las paredes de la casa de Schultz.

Después el silencio.
Después el entierro.

El coche fúnebre
seguido por un solo automóvil.
La mujer rubia y sumisa
se acerca a la ventanilla
y mira largamente y con pena
a los tres caniches
que aúllan contra la verja.

En la mañana,
mientras barren la vereda
as comadres comentan
que nadie mandó una flor,
que lo velaron a cajón cerrado,
que estas cosas dan vergüenza.

(Por supuesto que ajena).

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