2010

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Premio de Poesía Casa de las Américas 2010

domingo, 8 de junio de 2014

Catherine Roberts-Davies

Punta Cuevas, Puerto Madryn, 20 de agosto de 1865



…es interesante el hallazgo en 1995 de una tumba a 160 m
al SSE de las excavaciones de Punta Cuevas.
Se trata de una mujer de raza blanca y de edad mediana,
enterrada en un ataúd de madera a unos 50 cm de profundidad.
[…] La madera del ataúd resultó ser Pinus Sylvestris,
apta para construcciones navales. Es posible que el ataúd
fuera fabricado con madera del pecio que había cerca,
usada también para la construcción del primer campamento.
Es muy probable que estos restos pertenezcan
al único adulto fallecido en Puerto Madryn en 1865:
Catherine Davies, muerta a los 38 años.

FERNANDO CORONATO
Punta Cuevas: inicio de la colonización del Chubut

Catherine, su marido, Robert, y sus tres hijos partieron
de Llandrillo en búsqueda de una vida mejor. Sin embargo,
el hijo pequeño, John, de once meses, murió durante el viaje
a la Patagonia y fue enterrado en el mar.
Al mes escaso de llegar a New Bay (Golfo Nuevo)
Catherine también falleció. Robert lo hizo en 1868
y el hijo mayor, William, en 1872 cuando tenía 15 años.
El único que sobrevivió, Henry, tenía siete años
cuando viajó a la Patagonia y más tarde emigró a Canadá.
www.glaniad.com





Maestro de simulacros el mar
con su furia y su agua verde.

Apoyada en la baranda de pino del Mimosa
Catherine Roberts-Davies
ve las colinas de Llandrillo
donde sólo hay abismo lento.

Pero en las colinas de Llandrillo
los muertos no se hunden:
flotan a ras de tierra
en sus pequeñas barcas de madera
con una cruz por mástil
y una plegaria por velamen.

En las colinas de su pueblo
los muertos tienen domicilio fijo;
una astilla en la piel de tierra
un polo magnético
hacia donde giran
todas las agujas del dolor.

En el mar los muertos
no se quedan quietos
se hacen mancha borrosa
caen y caen en agua verde
y después en agua negra.

Algún marinero le ha dicho
que allá abajo hay extraños peces luminosos.

Catherine Roberts-Davies
piensa en su hijo John
muerto a los once meses
en medio de la mar atlántica
y en su viaje vertical
y en su escolta de fosforescencias
y en el manto blanco en que iba envuelto
y en el ruido sordo de la dentellada
con que el mar se lo tragó.

Ahora mira la foto,
la única de John y sus hermanos.
A la luz de la vela se esfuerza
por distinguir los rasgos de su hijo menor.
Esa mancha borrosa es todo lo que queda.

No es que el bebé se ha movido
–como insistía el fotógrafo–
es la muerte que ha comenzado a sumergirlo,
es la falsa transparencia del mar,
es un cruel reverbero del sol,
es un rostro que ya se aleja
a lo hondo y a lo oscuro.

¿Cómo no me di cuenta
–dice Catherine–
que esa máquina infame
que esa blasfemia química
que ese ojo del diablo
ya estaba viendo tu futuro?

Parada sobre la arena húmeda de New Bay
Catherine mira a su hombre y a sus hijos
arrancando tablas de lo queda de un barco.

Donde antes hubo naufragio
ahora hay canciones y alegría
que Catherine ya no entiende.
Sus hijos llevan cantando
la madera de pino hasta los refugios
tallados en la roca blanda de la costa.
Dentro de veinte días
una de las tablas será la tapa de su féretro.

Inmóvil para todos los vientos
salvo el de los años,
mínimo naufragio en las costas del presente,
una barca de pino ha traído
unos huesos
un botón
unos clavos oxidados
un anillo de oro
y la duda de un nombre fosforescente
que se hunde, borroso,

en la falsa transparencia del tiempo.

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