Puerto Madryn o Río de la
Plata, algún día de septiembre de 1976
El micro zumba trepando por el mapa.
Allá afuera reinan mil matas de jarilla:
hogueritas verdes ardiendo
en el frío seco de la estepa.
Estamos en ese ningún lugar
entre Trelew y Puerto Madryn
que algunos llaman el Bajo Simpson.
La mujer me habla de su padre
(a quien yo conocí
en tiempos que ahora imagino felices).
Tiene sus mismos ojos de niño azul.
La escucho atentamente
(como es bueno escuchar a una mujer
cuando habla de su padre).
–Papá tenía sus cosas –me dice–,
jodón como era tenía sus cosas,
sindicalista de los bravos era mi papá
y siempre estaba ahí con la gente
siempre
siempre, fijate vos, hasta en la época de los
milicos.
–Ajá –digo yo, porque
presiento la historia.
–Un día vinieron y nos alquilaron la casita del
fondo:
un hombre y una mujer
callados y amables como árboles.
También tenían dos
hijas más chicas que yo.
Jugábamos a saltar
la soga
al elástico
a las muñecas
a las pelucas.
–¿A las pelucas?
–pregunto pensando en la palabra «preguntas».
–A las pelucas.
La mamá tenía
un baúl lleno de
pelucas
enruladas
lacias
negras
doradas
pelucas de reina
tenía la mamá de las nenas
vestidos de
princesa tenía esa señora callada y blanca.
–¿Era actriz?
–Era guerrillera.
Silencio.
–A veces me ayudaba
con la tarea
a veces me invitaba
a tomar la leche.
–El hombre tenía
los ojos tristes
hasta cuando jugaba
con sus hijas.
Bigote grande, ojos
tristes,
y sonreía, sonreía
siempre.
Otro silencio.
–Un día desaparecieron.
Así.
Como si los hubiera borrado el viento.
Los vientos bestiales del setenta y seis.
Pregunto si se los llevaron.
–No. Se fueron.
Dejaron la mesa tendida
comida en el horno
la bañera llena de ropa enjabonada
el baúl de las pelucas
los papeles.
–¿Los papeles?
–Libros.
Documentos.
Unos planos de una instalación militar.
Y las armas.
–¿Armas?
–Armas. El jardincito del fondo
estaba sembrado de revólveres.
Eso lo supimos un día después
cuando un peón que contrató papá
para cavar cimientos
vino hasta la casa
con los ojos redondos de asombro
a traernos esos fierros entre las manos
como si fueran lagartos secos.
Papá se hizo el distraído y guardó
las armas en el ropero.
Esa tarde hicimos una fogata con los libros
los planos
y unos papeles
rojos.
A los documentos
papá los escondió.
Al otro día, creo
que era domingo,
muy temprano,
fuimos con papá al
muelle.
Llevaba en las
manos un bulto
envuelto en papeles
de diario.
Me dejó cargarlo un
ratito nada más:
a través del papel
yo sentí las formas ácidas
de cañones y
gatillos.
Antes de tirarlo
desde la punta del muelle papá me miró
y yo supe que esa
mirada quería decir silencio.
Esa misma noche
entraron a mi casa
como una jauría
verde y negra.
Revolvieron todo.
A papá lo fusilaban
a preguntas
y papá, jodón como
era,
los volvía locos
contándoles anécdotas
de su servicio
militar.
Pero la mirada de
mi papá
era como un
cuchillito azul
cuando los miraba
pisotear la casa.
Después se fueron,
en medio de un
griterío,
sin encontrar nada.
Le pedí a papá que
me dejara quedar
con el baúl de las
pelucas.
Papá me hizo un
gesto que quería decir «sí»
y abrazó a mamá,
que todavía temblaba.
Pasó mucho tiempo,
o no tanto,
(vos sabés que el tiempo de los chicos
es como un oro fácil
que crece y se estira como rama de árbol).
Una tarde estaba yo jugando en el patio,
a la sombra de un castaño.
Me había puesto un vestido largo,
el más lindo del baúl,
y una peluca negra y lacia
que bailaba en mi cintura
a cada paso.
Y de pronto lo vi, mirándome,
al hombre alto y callado.
Ya no tenía bigotes
ahora tenía el pelo claro,
pero lo reconocí igual
por la sonrisa
por los ojos tristes
por ese gesto que siempre traía en las manos.
Preguntó por papá.
Los dos hombres estuvieron
hablando un rato largo.
Haciéndome la distraída me quedé cerca
y así supe:
que después del aviso alcanzaron a irse con lo
puesto
que se separaron en alguna calle del pueblo
que él se llevó a las hijas
que ahora estaban con unos tíos de Adrogué
que a ella no la vio más.
Papá se levantó despacio y fue hasta su dormitorio.
Levantó unas tablas del piso
y trajo un envoltorio de plástico.
Se los dio al hombre, que esperaba
como arropado en un cansancio infinito.
De la bolsa de plástico negro
cayeron los documentos sobre la mesa.
El hombre miró largamente la foto de ella.
Yo no alcancé a leer el nombre.
Después se levantó y le dio las gracias a mamá y a
papá.
Terminó su copa de anís.
Yo fui hasta mi cuarto y traje a la rastra
el baúl de las pelucas y los vestidos de reina.
El hombre de los ojos tristes me dijo que me lo
regalaba
que lo cuidara mucho
y después se fue.
Afuera era de noche.
Miro a través de la ventanilla del micro.
Aquí también es la noche.
Ahora son hogueras rojas
las que arden
sobre todo el triste país.
A S. C.
por haberme
confiado una
historia
parecida a esta.
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